Béisbol y corrupción; Por Omar González Moreno / @omargonzalez6

Mar de Fondo

En Venezuela, el béisbol no es solo un deporte; es una religión, un refugio, una chispa de alegría en medio de tantas penurias.

Es la pasión de miles de aficionados, el rugido de las multitudes en los estadios, el orgullo de ver a nuestras estrellas brillar en el diamante.

Durante décadas, la Liga Venezolana de Béisbol Profesional (LVBP) ha sido el latido del corazón de un país que encuentra en cada batazo, en cada jugada, un motivo para soñar.

Sin embargo, como casi todo en la Venezuela sometida a la dictadura chavista, esta pasión que nos une ahora está bajo la sombra de la corrupción.

Como un veneno silencioso, la corrupción chavista se ha infiltrado incluso en el terreno de juego.

Por lo menos la mitad de los ocho equipos que conforman la LVBP, han sido penetrados por la red de poder que caracteriza al régimen de Nicolás Maduro y sus cómplices, amenazando con despojar al béisbol de su esencia pura.

Hablar de béisbol en Venezuela es hablar de identidad. Es recordar las hazañas de Luis Aparicio, nuestro venezolano en el Salón de la Fama, o las tardes en que Magallanes y Caracas llenaban los estadios con una rivalidad que unía más que dividía.

Es evocar a los niños que, con un palo y una pelota improvisada o una chapita de refresco, sueñan con ser el próximo Ronald Acuña Jr., Andrés Galarraga o Miguel Cabrera.

Pero este sueño, que debería ser intocable, se ve empañado por la revelación de que algunos equipos están controlados por figuras ligadas a la tiranía.

La noticia golpea como un foul en el pecho.

Los Navegantes del Magallanes, por ejemplo, tendría una directiva con conexiones profundas en la dictadura, extendidas incluso a otros deportes como el fútbol y el baloncesto.

Los Tiburones de La Guaira, símbolo del espíritu combativo de la costa, son ahora propiedad de un empresario naviero enriquecido por su cercanía al chavismo, quien incluso interfiere en decisiones deportivas.

Caribes de Anzoátegui, liderado por un exalcalde del PSUV, no escapa de esta red. Y los Tigres de Aragua, otro ícono, carga con el peso de estos vínculos indeseables.

El béisbol venezolano, que alguna vez fue un oasis de competencia sana, se ha convertido en un tablero más del corrompido poder político de Maduro y sus secuaces.

La creación en 2021 de la Liga Mayor de Béisbol Profesional (LMBP), controlada por el Ministerio del Deporte, es otro intento burdo de llenar el vacío dejado por el aislamiento internacional del país.

Equipos como Delfines, Centauros y Samanes, parte de esta liga, están vinculados a operadores del chavismo, disfrazados de empresarios aduaneros, funcionarios e incluso hijos de figuras prominentes del régimen.

La opacidad de estas operaciones refleja lo que ocurre en otros ámbitos del país.

El deporte, que debería ser un espacio de mérito y pasión, se ha transformado en una herramienta de propaganda y negocios turbios.

Entre 2019 y 2022, las sanciones de la OFAC (Oficina de Control de Activos Extranjeros) del Departamento del Tesoro de Estados Unidos afectaron a equipos como Magallanes y Tigres, limitando su capacidad para contratar jugadores extranjeros o repatriar talento venezolano de las Grandes Ligas.

Aunque las sanciones fueron levantadas, el daño persiste.

Venezuela, que alguna vez albergó diez academias de la MLB, hoy no tiene ninguna.

El talento sigue brotando, pero el camino para nuestros jóvenes peloteros es más arduo que nunca.

La corrupción y el control político han aislado al país del sistema internacional de desarrollo deportivo, dejando a República Dominicana como líder en la exportación de talento beisbolero.

Para el venezolano de a pie, el béisbol es más que un juego, es un escape de la crisis económica, la inseguridad y otras desgracias que nos ha traido el chavismo.

Pero incluso este refugio se tambalea.

Los estadios, que alguna vez vibraban con multitudes, hoy luchan contra la hiperinflación que hace prohibitivo el precio de una entrada.

En 2018, un boleto costaba el equivalente a una quinta parte del salario mensual promedio, y la situación ha empeorado.

Los vendedores de cerveza, los revendedores de gorras y camisetas, los trabajadores de los estadios, todos sufren las consecuencias de un país donde la crisis económica se entrelaza con la corrupción.

Aun así, el amor por el béisbol persiste.

Los aficionados, con sacrificios enormes, siguen llenando las gradas, aunque sea a medio pulmón.

En Maracaibo, las Águilas del Zulia han cancelado juegos por la falta de iluminación en el estadio, robada por la misma desidia que carcome al país.

Pero los fanáticos no se rinden, porque el béisbol es más que un negocio: es un lazo con la infancia, con la familia, con la esperanza de días mejores.

El béisbol venezolano no merece ser otro trofeo en la vitrina del poder usurpado.

Merece ser el espacio donde los sueños de un niño en un barrio de Caracas o un pueblo de Anzoátegui puedan florecer sin la sombra de la corrupción.

Merece ser el orgullo de un país que, a pesar de todo, sigue creyendo en sus héroes deportivos.

La investigación de Transparencia Venezuela, que destapó la magnitud de esta corrupción, es un grito de alerta, una invitación a no permitir que el diamante se convierta en otro coto de negocios sucios.

A los aficionados, a los peloteros, a los que aún creen en el juego, no dejemos que nos roben el béisbol.

Exijamos transparencia, defendamos la esencia de este deporte que nos ha dado tantas alegrías.

Que el rugido de las gradas sea más fuerte que las maniobras del poder robado.

Porque en cada batazo, en cada out, en cada victoria, está el alma de Venezuela, un pueblo que, a pesar de todo, sigue soñando en grande.

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