Ultimátum a la OEA; Por Omar González Moreno / @omargonzalez6

Mar de Fondo

En el mundo de la diplomacia, donde las palabras suelen ser ambiguas y las acciones escasas, Estados Unidos ha decidido alzar la voz y trazar una línea roja en la Organización de los Estados Americanos (OEA).

El vicesecretario de Estado, Christopher Landau, fue contundente al advertir que si la OEA no se compromete con la defensa de la democracia en Venezuela, Estados Unidos abandonará el organismo y cortará su aporte financiero, que sostiene gran parte de su poco eficiente funcionamiento.

Este ultimátum resonó con fuerza, fue un grito de indignación ante la inacción de quienes han convertido a la OEA en un escenario de complicidad silenciosa.

La advertencia de Landau no fue solo un discurso; refleja el hartazgo de un país que aporta el 50% del presupuesto de la OEA y de millones en el continente que ven cómo su influencia se diluye frente a la criminal tiranía de Maduro en Venezuela, así como las de Cuba y Nicaragua.

Mientras Estados Unidos financia, otros parecen hibernar entre cócteles y discursos vacíos.

Mientras Washington sostiene, Maduro se burla. Pero, como dijo Landau con una claridad que corta como un cuchillo: “La amistad es una calle de doble sentido”. Y ese camino, al parecer, se ha cerrado.

El caso de Venezuela es el epicentro de esta tormenta: una elección robada, actas manipuladas, un pueblo asfixiado que huye por millones mientras el régimen de Maduro se atrinchera en el poder.

¿Y la OEA? Bien, gracias. Silencio e inacción total. Una vergonzosa complicidad que ha transformado a este organismo, creado para defender la democracia y los derechos humanos, en un espectador pasivo de la tragedia venezolana.

El secretario general, Albert Ramdin, ha evadido repetidamente la responsabilidad de señalar al régimen de Maduro como lo que es: una dictadura criminal.

Su neutralidad no es imparcialidad; es sumisión al servicio de la opresión.

Este silencio duele. Duele a los millones de venezolanos que han perdido su patria, a quienes marchan bajo el sol buscando un futuro que su país les niega, a los que lloran a sus muertos y a los que resisten bajo el yugo de un régimen que se mofa de la justicia.

Duele a los cubanos, como María Rosa Payá, cuya lucha por la libertad lleva la herida imborrable del asesinato de su padre, Oswaldo Payá.

Duele a los nicaragüenses, víctimas de la brutal represión contra disidentes, religiosos y periodistas.

Duele a quienes creyeron que la OEA podía ser un faro de esperanza para el hemisferio.

En medio de este panorama sombrío, el discurso de Landau trajo un destello de luz.

María Rosa Payá, quien enfrentaba la derrota en su candidatura a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), remontó y ganó tras las palabras del vicesecretario.

No fue solo una victoria electoral; fue un gesto político, una señal de que la fuerza moral y la presión estratégica pueden mover montañas.

Fue un recordatorio de que la lucha por la libertad no está perdida, que aún hay quienes están dispuestos a pelear por ella, incluso cuando las instituciones fallan.

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Venezuela: la democracia secuestrada y la lucha por la libertad