Un lamento por la paz; Por Omar González Moreno
Mar de Fondo
La violencia, como un manto oscuro y voraz, se enseñorea del mundo, dejando heridas que sangran en el alma de las naciones.
Desde las calles empedradas de América Latina hasta los suburbios de las grandes potencias, el grito desgarrador de la humanidad clama por justicia, por paz, por un respiro de esperanza.
En Venezuela, Colombia, Argentina, México, Estados Unidos, y en cada rincón de Europa, Asia y África, la violencia teje su red de dolor, pero su esencia es una: un zarpazo cruel que desgarra vidas y sueños.
En Venezuela, mi tierra, la crisis humanitaria ha desatado un huracán de sufrimiento.
La represión política, las bandas armadas, el narcotráfico y la corrupción han convertido las calles en un campo de batalla donde la vida pende de un hilo.
Madres lloran a sus hijos, víctimas de balas perdidas, ejecuciones extrajudiciales o la brutalidad de un sistema en ruinas.
Cada amanecer, el venezolano camina junto al miedo, mientras el recuerdo de una nación próspera se desvanece bajo el yugo de la opresión.
En Colombia, la herida de un conflicto armado de décadas sigue abierta, supurando dolor.
Aunque los acuerdos de paz encendieron una chispa de esperanza, la violencia persiste en las ciudades y los campos, donde el sicariato, los grupos armados y el narcotráfico imponen su ley.
Comunidades indígenas y campesinas son arrancadas de sus tierras, sus vidas destrozadas por la codicia y el poder.
Colombia anhela una reconciliación que se desvanece en un horizonte de luto.
En México, la violencia como un río desbordado, arrasa con la esperanza de un pueblo que lucha por recuperar la paz.
Es un lamento que resuena en cada calle, en cada hogar, desde los vibrantes mercados de la Ciudad de México hasta las comunidades indígenas de Chiapas.
México, cuna de culturas milenarias, se desangra bajo el peso de un flagelo que no distingue edad, género ni sueños.
Argentina, cuna de tango y pasión, sucumbe bajo el peso de la violencia urbana, alimentada por la desigualdad y las heridas de años de corrupción.
La delincuencia y la inseguridad acechan en las calles de Buenos Aires y Rosario, donde las protestas resuenan con el clamor de familias que exigen justicia.
La violencia, un flagelo implacable, roba vidas y esperanzas, mientras un pueblo lucha por no perder su espíritu.
En Estados Unidos, la violencia se manifiesta en tiroteos masivos, polarización social y tensiones raciales que fracturan el alma de una nación.
Desde escuelas hasta centros comerciales, el eco de las armas recuerda una sociedad rota.
Las comunidades marginadas enfrentan la brutalidad, mientras el debate sobre el control de armas se ahoga en discusiones interminables.
El "sueño americano" se tambalea, atrapado en un ciclo de miedo y división.
Y más allá, en Europa, Asia y África, el panorama no es menos desolador.
Las guerras, como las de Rusia contra Ucrania o los enfrentamientos en Gaza contra el terrorismo, siegan miles de vidas cada día, dejando tras de sí un rastro de cenizas y lágrimas.
La violencia es un veneno que no distingue fronteras.
En Venezuela, Colombia, México, Argentina, Estados Unidos, y en cada rincón del mundo, el dolor es el mismo: el de una humanidad que anhela seguridad, dignidad y un futuro en paz.
No podemos cerrar los ojos ante este flagelo. Es hora de alzar la voz, de abrazarnos en solidaridad y de luchar por un mundo donde la vida venza al odio. Porque, en el fondo, todos compartimos un mismo latido: el anhelo de un mañana donde el amor sea más fuerte que la muerte.