Ciudadano de a pie; por Pedro Corzo / @PedroCorzo43
Hace varias semanas sugería José Luis Fernández, actual presidente del Presidio Político Histórico Cubano, que los militares enaltecen en una figura anónima a todos los soldados sin identificar que cayeron en el cumplimiento de su deber, y que el exilio, debería buscar una fórmula para rendir tributo a los millares de hombres y mujeres desconocidos que con devoción y estoicismo, honran día a día, el gentilicio cubano.
Por casi sesenta años, numerosas personas han contribuido de una forma u otra a la lucha contra la dictadura castrista. Divisiones de hombres y mujeres, en su mayoría desconocidos, se han sacrificado con humildad apoyando a los dirigentes que a través de todos estos años han liderado propuestas contra la dictadura.
Esos ciudadanos no ocupan espacios en los medios, no dictan discursos, ni protagonizan gestión alguna. Son personas sin uniformes ni armas, personas anónimas que han demostrado a su manera y constantemente, llevar a la tierra en la que nacieron en lo más profundo de sus corazines.
Este andar se inició hace casi seis décadas. Mientras unos honraban la Patria de Todos en la lucha clandestina o con el fusil en los llanos y montañas de Cuba, otros ingresaron a la isla clandestinamente o en gloriosas expediciones.
Según pasaron los años cundió la desesperanza y el exilio fue creciendo en número, ya en tierras extrañas, al ritmo que imponían las nuevas condiciones, se abocaron a recuperar sus vidas sin abandonar el compromiso con la nación en crisis.
Estudiaron, trabajaron y paralelo a los deberes familiares y sociales continuaron la lucha por la democracia en Cuba. Integraron o apoyaron las agrupaciones que se constituían en otras costas contra el régimen castrista. Participaron en todas las actividades contrarias a la dictadura y hasta fueron capaces de ser solidarios con otros pueblos amenazados por el castrismo o azotados por desastres naturales.
Los mayores envejecieron, los hijos los convirtieron en abuelos, y la primera generación de los nacidos fuera de la isla también fueron abuelos. La mayoría de ellos crecieron en un ambiente de patria transnacional, muchos honraron las obligaciones contraídas por sus padres y crecieron añorando la tierra que no habían conocido. Esos jóvenes envejecieron inexorablemente, los vástagos de esa primera generación de exiliados vieron el brote de las canas y sintieron el gruñido de las articulaciones enmohecidas.
La mayoría arribó a estas playas que serán inconmensurablemente bellas cuando se les diga adiós, parafraseando a José Martí, confiados en que sería por poco tiempo. No ha sido así. Los huesos y las almas de esos pioneros del exilio y de muchos de los que vinieron después, reposan en algún camposanto y deambulan por cualquier punto de la calle Ocho, muy posiblemente, gracias a la pasión que nunca les dejó por retornar al terruño, como relata José Antonio Albertini en su novela “Un día de Viento”, en la que los muertos, entre ellos, él y sus amigos, desesperan por el regreso.
La vida la recorrieron conscientes del camino que les correspondía. La adversidad fue vencida por las convicciones. Cierto que tuvieron el respiro de la familia, los hijos y los nietos, pero jamás dejaron la ruta. Permanecieron comprometidos. Nunca fueron seducidos por una existencia en las que sus obligaciones con la tierra en la que habían nacido, no estuvieran presentes.
Los días de destierro se convirtieron en años. La certeza de un pronto regreso se fue extinguiendo pero el compromiso de seguir bregando por el retorno se acentuó y se hizo más firme. El sentido común clamaba en silencio que el sueño se agotaba a la par que la existencia, pero no han hecho caso, por eso, las deserciones fueron causadas por la guadaña no por el abandono de los compromisos contraído. Las frustraciones y los desencantos no han impedido a los sobrevivientes continuar batallando hasta el último suspiro, mirando el sol de frente y exigiendo para los demás lo que anhelan para ellos. Han sido capaces de cumplir con sus deberes, a pesar de las adversidades, una condición que demanda una entereza moral extrema.