¡A tumbar las columnas!; por Henry Cabello / @henry_cabello
¡Ay Chenacho de mi alma! Eres un fantasma que asola mis noches en vela. Eres el recuerdo doloroso de una época. Gracias a Internet volví a encontrarte. Y fue como reencontrar un viejo amor: Pura desilusión. No sé donde vi una película en la cual el antiguo enamorado insistía en volver a ver a su antigua amada. Cuando la tuvo ya enfrente, no la reconoció. Y en una canción de Serrat, la perenne enamorada espera a su viejo amor en la estación del tren. Cuando este aparece, ella lo rechaza creyendo que no era él. Es que de tanto parecerse uno, termina por desaparecer. Que no en balde pasa el tiempo y lo cambia todo.
Cuando releo tus artículos, José Ignacio, guillotinescos y empalagosos a la vez, no sé por qué recuerdo las telenovelas. Uno, al ver el primer capítulo puede imaginarse el capítulo final. Sorpresa mas, sorpresa menos, pero allí está. Pedro Navaja, o la novia del trompetista paseando por esas calles. ¿Será que estamos condenados a seguir siendo tercermundistas? ¿A seguir aplaudiendo esa parodia del neoliberalismo que es el Petro? ¿Sería lo mismo sin la petro-chequera? Bueno, al menos, los camaradas disfrutan su hora estelar. Como el rating de las telenovelas. El asunto es que al releerte, imagino esos viejos recortes, amarillentos por el uso, crujientes como pan viejo, asaltando mi bien disimulada decencia. Señalándome con un dedo como diciendo: “¡Tu también eres culpable!” Y eso que jamás escribí ni siquiera una línea de guión teleculebrero.
Pero es que de tanto aplaudirte, se me cuajaron las ganas. En esas fantasías etílicas, surgen Leonardo y César Miguel, y me acosan. Algo se torció en el camino. Uno estaba de lo más tranquilo, cómodo en su clase media reducida al mínimo común denominador del trago crepuscular. Y de pronto el país se fue al carajo. Todo se volvió una angustia por regresar vivo a la casa. Por rastrillar los cobres necesarios para sufragar el vicio de vivir. Sin mayores exigencias. Simplemente disfrutar del patio. Del corredor. De la casa que se llevó los ahorros para la vejez. De las reparaciones del carro a precio de dólar delictuoso. De la angustia de las velas por la falta de luz. O la compra de agua por falta de ídem.
Atrás quedaron los tiempos de la esclava Isaura, de la Señora Cárdenas, de Gómez. Briceño se volvió una brizna en la paja. El Negro Tomás se transmutó en pura idea vacía. Bendayán se convirtió en un enigma. La Casa del artista se mimetizó en refugio de malandrines. Puro país portátil. Así que solo, sentado frente a las ruinas de lo que una vez fuera refugio de aves y de perros cómplices, me aterra la idea de que todos los esfuerzos fueron inútiles. Se quedaron vagando en ese limbo donde van a parar los suspiros de las almas sin bautizo.
Cierto. Todos hemos sido culpables. Y ahora no hallamos que hacer para redimir nuestras culpas. Pero tengo la certeza de que no es endilgándole a otro la rabia de la frustración, como vamos a salir de esta pesadilla. Porque como un horroroso despliegue de cierre, me abruma la convicción de que la culpa no fue de los partidos políticos. No fue de Herrera, ni de CAP. Ni siquiera de Caldera. Fue de todos nosotros. Los mismos que seguimos criticando al liderazgo de la oposición. Los mismos que nos sentamos a ver las marchas por televisión (cuando los dejan) o por twitter. Los mismos que hemos aceptado esta hediondez de gobierno, calculando que algún día habrá de terminar.
La culpa es de los que nos conformamos con escribir cuatro pendejadas en la prensa, en algún blog, en alguna red, y usamos lo mejor de nuestra artillería verbal para denostar de aquellos que se supone deben defender nuestro futuro. Los mismos que callamos cuando Conatel cerró a RCTV o suspendió programas de opinión. Los mismos que nos imponemos la autocensura con la excusa de que más vale un cobarde vivo que un valiente muerto. Por mi parte, pienso como aquel relator de la Biblia: ¡Qué muera Sansón con todos los filisteos! ¡Y a tumbar las columnas!