El solo caso de Diosdado Cabello y acompañantes merecía, vistas sus dimensiones y sus repercusiones mundiales, poner en una radical crisis al régimen vigente. No solo por la alta investidura del nombrado y de varios del resto de los señalados por la investigación norteamericana, o el delito de que se les acusa –ligado a una de las mayores y más terribles pandemias del planeta– sino, mera coincidencia, por la masacre judicial inducida por el capitán contra 22 ciudadanos ligados a los medios opositores, justamente por reproducir alguna información sobre el estruendoso asunto. De manera que por acción u omisión esto implica gravemente a todos los poderes del Estado y, de paso, a medios silenciados y organizaciones y líderes políticos y económicos degradados y alcahuetas. Al país en el poder, digamos.
No es ciertamente esa crisis gubernamental la que vemos. No habrá ni siquiera la investigación solicitada por Henrique Capriles, solo otra insufrible opereta mediática del gobierno. Quizás por una razón muy simple, porque Venezuela está en un borde abismal desde hace mucho tiempo, inmóvil, fantasmal, inerte. Le han acaecido males innúmeros, inmensos, en todos los órdenes y sus pobladores han sufrido en demasía, espiritual y materialmente. Tanto que es muy difícil y probablemente ocioso hacer una síntesis de esas dolencias. Los que se han ido, muchos de los mejores; la inseguridad que nada respeta, ni los cuerpos de seguridad y que ya remeda una guerra interna; la tortura de las colas y el miedo al hambre y a la enfermedad; la depredadora inflación; la ominosa y descomunal corrupción; la violación de todos los derechos y libertades; la mentira sistemática y sin escrúpulos y la indigencia mental como criterios de mando.
Un interminable vía crucis que ya a nadie sirve, sino a los depredadores, que no calza ya en ningunos principios… Y sin embargo hay cada día más quietud, más desolación, menos vientos que muevan el navío nacional hacia otro destino. Ni la calle brava, ni la congregación pacífica, ni una opinión pública sonora, extensa y corrosiva.
Acaso requerimos mucho tiempo para atender a nuestra supervivencia cotidiana como para oír voces colectivas y consignas inflamadas. Quizá estamos muy fatigados de tanto empeño durante tanto tiempo frente a aquellos que han proclamado y practicado con ventura una estrategia mayor, todo es válido para mantenerse en el poder: “Ya nadie más emprenderá este camino sin salida que nosotros emprendimos, de hecho nadie quiere transitarlo, ni los cubanos del padre Fidel; y, además, tenemos demasiadas cuentas que rendir y pecados que pagar”. O a lo mejor, en otro plano, la historia que abunda en ruido y furor suele frecuentemente consentir la desgracia, sobran pruebas de ello.
Pero también sabemos que el viejo Heráclito tenía razón y el caudal sin tregua de las aguas vuelve siempre a mover los navíos, la vida toda, y necesariamente habrá otras mañanas y otros horizontes. Por eso los signos del deterioro y la demencia política del presente habría que leerlos razonablemente como señales del cambio por venir. Y probablemente estemos aprendiendo, dolorosamente, una lección de política, de moral política mejor: muchas veces debemos pensar y actuar cívicamente sin fijarnos en los resultados de ello, solo motivados por el mandato ético y por la insustituible satisfacción de adherirnos a la verdad y la justicia. No solo el pragmatismo tiene sus razones, que no son deleznables, pero solemos abusar de ellas en la sociedad del éxito y el espectáculo.
Por último, hemos trazado, la indiscutible mayoría opositora, una ruta clara que es la de ir a vencer a las parlamentarias como paso previo a otras luchas, sin que esto signifique renunciar a la calle y a las eventualidades sísmicas de un país destrozado. A lo mejor eso necesita otras virtudes muy clásicas, muy eternas, paciencia y tenacidad.
Vía: El Nacional