Las huellas del tiempo; por Pedro Corzo / @pedrocorzo43
La muerte es una experiencia próxima a todo ser humano, el envejecimiento, un privilegio que no todos disfrutan y que repercute mucho menos que la caída definitiva de un contemporáneo, aunque es una realidad cotidiana que algunos olvidamos disfrutar, por no querer admitir que el partido se encuentra en sus finales.
Recuerdo con fuerte nostalgia cuando el escritor y novelista Jose Antonio Albertini trajo al grupo una novela titulada “La Juventud no vuelve”, de Manuel Pombo de Angulo. Fue para aquellos adolescentes de la generación del 60, una especie de llamada, una ventana al porvenir, una visión de lo cruel que podía ser la vida. Realidad que en la adolescencia no se contempla.
El libro describe a los estudiantes de una cosmopolita universidad europea involucrados en la segunda guerra mundial. La obra está repleta de heroísmo y sacrificios. Todos nos identificamos inmediatamente con quienes cumplían el compromiso con su tierra y su tiempo.
Lejos estábamos de pensar, incluido Albertini, el más sagaz y talentoso de nuestro grupo, casi todos nos han dejado, que en un escenario peligroso y sin el encantamiento de la literatura, nos involucraríamos voluntariamente o no, en un proceso que afecto sustancialmente nuestras vidas.
La política absorbía el espíritu de los cubanos. Sectarismo, inquisición. Estrenábamos una teocracia que inició la siembra de un nuevo orden que sólo produciría una cosecha de horrores y terrores.
Todos nos involucramos. Los colores políticos se fundieron en blanco o negro. La represión y la violencia fueron las herramientas preferidas de los monjes de la nueva religión. Se masificó el individuo.
La elección individual fue inevitable. Imposible no asumir responsabilidades. Metimos los miedos en mochila y enrumbamos a la meta que todos ansiábamos. Tirios y troyanos asumieron lo que consideraban su deber, consciente que la ruta hacia él es siempre la más difícil.
La sociedad se escindió más que nunca antes y la juventud se fue, lenta e inexorablemente. Algunos perdieron los sueños con la edad, y el cinismo y la complacencia, ocuparon su lugar. El heroísmo, consumió a unos y la vileza a otros. Fueron tiempos duros.
Pero entre ambas vertientes, listas para la confrontación fratricida, crecieron los parásitos. Quizás en algunos hubo convicción, pero el poder los corrompió. La mayoría saboreó las lentejas, simulando creer, simulando entregarse. Miedo, acomodamiento o ambiciones, pero por lo que fuese, el oportunismo los mutó a vampiros. Los “Generales y Doctores”, se privilegiaron sobre la miseria material o la desgracia política de otros, particularmente, del pueblo.
El poder venció. En el enfrentamiento la muerte les llegó a muchos de nuestra generación, en particular, a los que retaron el totalitarismo. La cárcel fue un duro destino, el exilio, interno y externo, otro, quienes permanecieron en la isla fueron marginados por la complicidad de muchos. A todos las cicatrices nos han dejado sombras.
No obstante, sin importar los sueños ni partido, llegó el día que la juventud se fue, aunque en la vertiente del poder ocurrió en los dorados del éxito.
Servirle al Faraón los hizo personas. La satisfacción ahogó la conciencia de los que alguna vez la tuvieron. Disfrutaron en grande. Un cuerno de la abundancia los nutrió. La condena inclemente a todo lo que no se ajustaba a las normas impuestas era el oficio diario. En fin, se justificaron todas las maldades, todos los crímenes por la realización de una quimera en la que pocos de sus muchos actores, creyeron sinceramente.
El tiempo siguió sumando más canas, arrugas y menos energías, sin importar ideologías. A muchos de los que se fueron con la sirena se les agotó el sueño y han buscado refugio donde obligaron a marchar a sus retadores.
En definitiva, la juventud se fue sin importar acciones o conciencias. Pero las vivencias permanecen. Falso sería decir que las angustias pasadas han sido borradas, como también negar los horrores y satisfacciones vividas. Para unos, para otros y terceros, hubo heridas y sonrisas, pero para todos por igual, la juventud se fue.
Sin embargo, la nación, aunque en peligro, permanece tanto para los que la honraron, como para aquellos que la lastimaron. Existe para los justos y los viles, porque sobre culpas, complicidades, heroísmos, aciertos, inocencias u omisiones, la nación trasciende, no sólo en penas y alegrías, sino también la ida de la juventud que ya no vuelve.