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Lágrimas por mi país; por: Henry Cabello / @Henry_Cabello

Lo veo avanzar por la acera, viste de negro con algunos ribetes rojos. Bajo la chaqueta, que tiene hombreras plateadas, lleva una camiseta blanca. Usa guantes blancos, sombrero negro y calza polainas blancas abotonadas sobre los zapatos negros de goma. Usa lentes oscuros y, cuando se planta frente a los vehículos detenidos en la intersección por el semáforo en rojo, hace un desplante teatral. El parecido con Michael Jackson es asombroso. Inicia su acto imitando los movimientos de pies y caderas del genial artista y todos los conductores están pendientes de él. Se nota que debe ser nuevo en estas lides porque no calcula bien el tiempo para el cambio de luz y, en efecto, justo cuando termina su acto, cambia la luz. Apenas queda un instante para que dos o tres conductores le depositen en el sombrero extendido uno o dos billetes devaluados de 500. De esos mismos que los buhoneros rechazan con aspavientos y que los bancos se empeñan en entregarles a los jubilados.

El sol canicular es inclemente y se le ven los chorrerones de sudor que él intenta secar con un enorme pañuelo blanco (¿Parte del atuendo o necesidad tropical?) mientras mantiene, inútilmente, extendido el sombrero frente a las ventanillas de los vehículos que ya comienzan a avanzar. En otra esquina hay un par de chicos encaramados sobre unos largos zancos y con disfraz de payasos maromeros. Hacen increíbles piruetas en 30 segundos. El acompañante, diestramente, se acerca a los carros para tratar de aprovechar los segundos de rojo que les quedan. Se ve que estos ya tienen algún tiempo en el oficio y calculan mejor su acto. Luego hay un ancianito en una silla de ruedas que, increíblemente, sortea el tráfico mientras enseña algún cartelito que luce como una receta médica de precios inalcanzables.

Un poco más allá, en la acera, veo a una mujer de aspecto aindiado, cargando un bebé en los brazos y con dos niños pequeños que se agarran temerosos a sus faldas. Todos se ven sucios, andrajosos y macilentos, como si tuvieran meses sin comer. La cara triste de mujer y niños mueve a la compasión, pero no encuentro manera de acercarme a ella para darle el par de billeticos que aún me quedan en la cartera. Me trago la piedad y continuo mi camino hacia la quinta farmacia que voy a visitar en busca de la medicina para la hipertensión que le recetó el médico a mi cuñado. Cuando al fin llego, al bajarme del carro, encuentro al lado de la puerta de entrada del local, a un señor que se me antoja joven. Viste ropas gastadas y derruidas y aprieta en una de sus manos un rollito de billetes. Cuando se me acerca, al ver mi gesto, se apresura a declarar que no tiene malas intenciones. Me explica que en ese rollito hay 200 mil bolívares y que necesita urgentemente comprar una latica de Harina de Arroz Polly para su bebecita de cuatro meses de nacida...¿Le podría hacer el favor de comprarle esa latica? La plata que tiene no le alcanza, pero me la dará para que complete. Le digo que haré el intento y le pido que me acompañe. Entonces comprendo que no quiere entrar. Al parecer ya lo han expulsado algunas veces del local. Entro, no hay la medicina que busco, pero me dicen que cuesta casi 5 Millones y que vaya a tal sitio a ver si todavía la tienen. Me dirijo al estante de los alimentos para bebés. La Harina de Arroz cuesta Un Millón Ochocientos mil. Si la compro no me alcanzará el dinero para la medicina. Resuelvo mentirle al señor de la entrada y le digo que se acabó la Harina. Rápidamente me monto en el carro y me alejo de ese purgatorio para caer en el infierno de mis remordimientos. Mientras manejo hacia la otra farmacia, intento consolarme razonando que solo soy parte de otros casi 30 millones de compatriotas que, a diario, confrontan el terrible dilema de la subsistencia. Al tiempo murió mi cuñado. No resistió la ausencia de medicinas. Pienso, estúpidamente, que tal vez estará mejor allá donde se haya ido. Pero eso no logra calmar mi angustia ni secar estas lágrimas por mi país.