Simón Ortiz, mi amigo. Por: Ángel Arellano (@angelarellano)
-¡Angelón, anda a la cantina que tu mamá te dejó allá tres empanadas y una malta!
Simón Ortiz nació en las montañas de La Soledad, en el hoy municipio Bruzual, justo el año en que muere Juan Vicente Gómez (1935), el más férreo dictador que ha conocido nuestra historia.
Aquella Venezuela que recibió a Simón era de corbata y sombrero, la del “buenos días” y la palabra empeñada. Un año después estará en curso el “Programa de febrero” de Eleazar López Contreras, evidencia cierta del cambio de rumbo de la nación que caminaba con prisa hacia su primer intento como República liberal democrática.
La vida permitió a Simón instalarse en Clarines a los 12 años, desde ese momento fijará ahí su residencia definitiva. Fue espectador, como tantos otros venezolanos, de los años más productivos, más positivos y seguramente los que representan mayor nostalgia para quienes conocieron la democracia y ahora sufren el autoritarismo del Siglo XXI.
Simón vivió en la Venezuela de Pérez Jiménez y la Seguridad Nacional, pero también en la de los 40 años de democracia, tiempo de progreso, avance, desarrollo y crecimiento para un país que sólo heredó del gendarme necesario los caudillos fuertes y el miedo de los poderosos a la conciencia viva de un pueblo que se abrió camino en el mundo a través del voto universal y secreto.
Conocí a Simón desde muy niño. Yo iba a la Escuela Monseñor Álvarez, recinto de mi formación inicial, ahí Simón era obrero. Donde lo veía saludaba con el afecto y cariño de esa Venezuela pujante, respetuosa y frondosa que sigue palpitando en sus recuerdos.
Años después, me fui a Barcelona a estudiar en la universidad y le perdí la pista. De vez en cuando lo encontré riéndose en cualquier sitio, estrechando la mano con alegría y la humildad que ha caracterizado a nuestro pueblo desde sus cimientos.
En ocasión de una fiesta en Clarines nos encontramos. Simón estaba igualito: feliz, amigable, socializando con respeto pero con entusiasmo. Sigue teniendo las pocas canas que le vi hace tanto tiempo. Está jubilado, sus años, ya cuenta 79, son un llamado de atención a toda la juventud que en su florecer pierden el consejo de los viejos, los que más saben y a los que debemos escuchar con dedicación.
Emocionado, conversé con Simón. Le di un abrazo, hablamos y nos tomamos una foto. Al escucharlo recordaba pasajes de textos en los que Juan Pablo Pérez Alfonso, ese grande venezolano que mucho aportó para hacer nuestra la hoy destruida industria petrolera, mostraba su profunda preocupación por la falta de adultos mayores en la población: en 1975 mientras Suecia tenía tres o más adultos por cada niño, Venezuela tenía tres o más niños por adulto. Fue una angustia que lo acompañó hasta su muerte.
Quise publicar este texto en homenaje a Don Simón Ortiz, un obrero, un viejo, un venezolano de ayer y hoy, y, también, por qué no, a esa nación desdibujada, olvidada, que debemos reivindicar, pues no habrán más años felices que los que vivió la República en democracia; a menos que cambiemos el tétrico modelo vigente.
La masificación de la educación permitió que un obrero como Simón, a sus tantos años después del servicio a la escuela, en un pueblo pequeño, pudiera optar por su jubilación y seguir viviendo en paz y con alegría. Hoy, cuando la realidad es otra, la educación está herida de muerta. Pocos, por no decir nadie, pueden vivir con el salario de un obrero.
Gracias Simón, mi amigo.
Ángel Arellano
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